CUENTO PERUANO - El Ayllu

CUENTO PERUANO - El Ayllu

Cuento peruano escrito en Cuzco (2006) por David Concha Romaña.
La tarde del jueves recibí la visita de Aurelio, varios días atrás había insistido en hablar conmigo. Al recibirlo lo noté ansioso, preocupado, desaliñado y hasta se podría decir que estaba desesperado.
Durante la conversación me confesó que la ciudad de Cusco le encantaba, pero que le parecía demasiado loco el ritmo de vida, sobre todo, la vida nocturna, me contó que durante los tres meses que llevaba viviendo en la ciudad, no sólo no había logrado el objetivo que vino a buscar, “encontrarse a sí mismo”, sino que se había enredado en romances con mujerzuelas, que debido a la soledad en que vivía, estaba dedicado al alcohol y las drogas, que iba de brujo en brujo sin resultados, que se estaba gastando a una velocidad impresionante los cinco mil euros que trajo de España para solventar su estadía, y que estaba harto de contender telefónicamente con su madre.
En otras palabras me dijo que se estaba volviendo un loco sin remedio. “He decidido que me voy a vivir al cerro. ¡Sí, al cerro he dicho! Me iré a vivir completamente solo en las alturas del cerro Senka. Allí viviré en comunión auténtica con las fuerzas del Apu.” Me dijo el muy loco, suplicándome que le ayude a organizar su retiro de la sociedad.

Entre risas y sorpresa le pregunté cómo pensaba vivir, qué pensaba comer, dónde pensaba dormir y todo eso. Me parecía una desquiciada idea. Aunque no podía oponerme, era mi deber orientarlo, total, los últimos tres meses había vivido de inquilino mío y se había ganado mi amistad. Aurelio era un cuarentón neurótico, de buena pinta, desorganizado, completamente inestable, bonachón, bien intencionado, culto, pero la verdad era que el tipo era un gil, el pobre era muy inocente, crédulo y apasionado. Pese a todo ello, era una gran persona, de un gran corazón, franco y gastador, correcto en la medida de lo posible. No merecía estar enloqueciendo en la ciudad, debido a la loca vida que llevan los turistas y a los engatusamientos de los malos amigos y las pendejas de las bricheras. Pero, por supuesto no era conveniente que piense que la mejor solución era quitarse a vivir en el cerro Senka.
Le advertí, traté de hacerle entrar en razón, le expliqué que en las alturas del cerro no hay nada más que naturaleza, frío, animales y aves peligrosas. No logré persuadirlo de volver a España ni de quedarse en Cusco. Así que sin más opción, tuve que ayudarle a organizar sus cosas, le presté una carpa y le ayudé en todo cuanto pude, sin lograr moverlo de su terca actitud.

Al día siguiente, fuimos en un taxi hasta la pista más cercana y luego subí con él hasta una considerable altura del cerro. No podía enviarlo solo, tenía la esperanza que luego de un par de noches en el cerro, se le pasaría la locura y volvería a la ciudad.

Cuando llegamos a un punto que a él le pareció el “lugar ideal” para iniciar su estadía en el cerro, me pidió que me vaya. Muy a mi pesar y demasiado preocupado tuve que dejarlo. Le pedí que prenda su celular entre las siete a ocho de la noche, todos los días, hasta que se le acabe la batería. Me dijo que sólo bajaría a la ciudad una vez al mes para aprovisionarse de insumos básicos.
Antes de partir me expresó que no quería visitas de nadie, ni mías. Aun así me dijo que si a alguien se le ocurría la peregrina idea de ir a visitarlo en su aislamiento, que por lo menos le lleve provisiones, así le ahorrarían el indeseable trabajo de bajar a la ciudad. De nada valieron mis ruegos y súplicas, Aurelio se quedó. Al marcharme me dijo:

-Gracias viejo, eres un gran tío. Estaré bien.
-¡Me pones en grandes problemas! -le advertí molesto-, te llamaré a diario. Si decides volver, sólo llámame al celular, inmediatamente te recogeré.

Al iniciar la caminata de regreso, me detuve a unos treinta metros y le grité en un último intento por hacerlo desistir de su loca intención.

-¡Por favor Aurelio regresemos!
-¡Fuera cabrón! -Fue la displicente respuesta que recibí del muchachón.

Mientras bajaba me preguntaba: “¡Qué carajo habrá fumado este español!” Al llegar a la ciudad lo primero que hice fue reportar el acontecimiento a la Comisaría, le referí al oficial los pormenores del problema, ante lo cual él me dijo que no había prohibiciones para acampar en el cerro y que no me preocupe, que con toda seguridad, luego de unos dos o tres días, Aurelio volvería a la ciudad, ahuyentado por el ambiente agreste.

Durante los tres días siguientes lo llamé al celular y hablé con él. Me dijo que se sentía solo pero muy bien, que recién estaba logrando meditar y sentirse tranquilo. Luego de unos días, esperaba que se apareciera en cualquier momento, pero no apareció y para colmo de males no contestaba más a su celular.

Muy preocupado y sintiéndome tremendamente culpable organicé una expedición de rescate. El domingo más próximo partí con Cristian y con mi gran amigo Carlos Elguera en búsqueda del problemático español.

Luego de una agotadora caminata llegamos al lugar donde lo había dejado, pero no encontramos nada más que vestigios de su presencia, entre tales vestigios estaba su teléfono celular, tirado en el suelo.

Me preocupé mucho, así que extendimos la búsqueda a todo el cerro y sus alrededores. Caminamos toda la mañana, hasta llegar a la cumbre. Desde la altura pudimos divisar un fértil valle andino. Poco a poco fuimos bajando, sintiendo los renovadores aromas a plantas y encontrando a nuestro paso a amigos campesinos andinos que nos saludaban entusiasmados. No tuvimos dificultad en solucionar nuestro problema, pues los campesinos nos dijeron que Aurelio se encontraba desde hacía una semana, viviendo en la comunidad campesina ubicada en el valle.
Luego de una hora y media de caminata llegamos a la comunidad campesina y preguntamos por Aurelio. Los campesinos nos recibieron con mucha amabilidad y nos indicaron que estaba en la comunidad. Al llegar al lugar quedamos gratamente sorprendidos al verlo. Ya no tenía la cara de loco ni la expresión de drogadicto desesperado, no se veía en su rostro la ansiedad e intranquilidad que tenía mientras estuvo en la ciudad. Se veía sonriente, equilibrado, tranquilo, apacible, entusiasta, dinámico, en otras palabras, feliz.

Hablamos con él, esperando que finalmente vuelva con nosotros, pero se negó. Nos dijo que finalmente se sentía bien, nos confesó que sentía que se había encontrado a sí mismo, que se dedicaría a ser profesor de los niños de la comunidad, y a cambio los comuneros le asignarían una parcela para que haga su vida.
Incrédulo hablé con el Presidente de la comunidad campesina, quien me confirmó que la comunidad había decidido que Aurelio sería parte de su Ayllu, de su comunidad, que les parecía sumamente adecuado el intercambio de sus servicios de profesor por su integración a la comunidad, tendría las mismas obligaciones que todos. A Aurelio le agradaba la religiosidad andina y se mostraba completamente dispuesto a ser profesor y comunero, quería sembrar la chacra, realizar las faenas comunales, criar ganado y también quería formar una familia con una sana mujer campesina.

No hubo más argumento, tratar de rescatarlo para la ciudad ya no tenía sentido. Aquel día antes de volver, los comuneros (incluido Aurelio), nos invitaron un fortificante refrigerio. Al despedirme le prometí que comunicaría a su familia de su decisión y que le ayudaría con todos los papeles de residencia. “Vengan siempre a visitarme muchachos, son unos grandes tíos. -Nos dijo afectuosamente antes de marcharnos. -Esta vida es la que quiero, soy feliz con esta gente, quiero ser parte de este lugar. El Ayllu es un magnífico lugar para vivir.”

Luego del refrigerio y de escuchar a Aurelio, agradecimos al Presidente de la comunidad por recibirlo, nos dimos un abrazo y regresamos a la ciudad. En el camino detuve por unos momentos a los muchachos y les pregunté:

-Queridos Cristian y Carlos. ¿Vale la pena seguir luchando como leones en medio de la jungla urbana? ¿No sería mejor dejarlo todo y vivir felices en un Ayllu?
-Sí, claro que sería mejor vivir en un Ayllu, seríamos gente sana y feliz.-Respondió Cristian.

Carlos asintió con un movimiento de cabeza y luego me preguntó con expresión de escepticismo y resignación.

-¿Crees estimado Angelo que duraríamos una semana en un Ayllu? ¿Crees que podríamos pasar la noche mirando la Luna y las estrellas? ¿Podríamos dormir al atardecer y levantarnos con las primeras luces? Si nos quedamos en el Ayllu, tendríamos que sembrar, cosechar y todo eso. En el Ayllu no hay casinos ni clubes nocturnos. ¿Y el vino…? ¡Eh!

Lo escuché callado sabiendo que tenía razón, y sin decir nada aceleré el paso para regresar a la ciudad antes del anochecer.
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